Revista de Derecho; Vol. 13 Núm. 25 (2014); 129-158
Editor
Universidad de Montevideo. Facultad de Derecho
Notas
Es por demás ostensible que el quiebre de la comunidad convivencial de la familia, provoca transformaciones y tergiversaciones profundas en la vida de los mayores, pero en lo fundamental también alcanza a los sujetos infantiles y adolescentes que convivían con aquéllos. Ante tales vicisitudes, es prácticamente inevitable que los adultos –en tanto forjadores de la comunidad familiar, así como responsables de su destrucción- padezcan los efectos negativos que la ruptura produce. Sin embargo, es deseable que los menores de edad, en tanto víctimas inculpables de aquellos conflictos, se vean afectados en la manera más exigua que sea posible con las derivaciones perniciosas que esas diferencias entre los mayores suelen acarrear. En función de ello, la mira de los operadores jurídicos debe estar puesta en la adopción de medidas que procuren que los hijos sufran de la manera más minúscula o imperceptible que sea dable, el quiebre de la familia con la que convivían. Claro está que el propósito indicado en no pocas ocasiones fracasa, en lo primordial, por la situación de hostilidad que impera cuando se rompe la pareja que conformaban los padres. Y esa razón conlleva a que se produzcan duros litigios a fin de decidir a quién se le confía la tenencia de los menores o a la hora de implementar un régimen de comunicaciones y visitas para aquel ascendiente próximo que no disfrute de la custodia cotidiana.